El huevo de la serpiente
En Puerto Boyacá se expandió la guerrilla, nacieron las autodefensas, se refugiaron los narcos, surgió la para-política y se instauró la tolerancia de la sociedad hacia la violencia y la impunidad. Por Armando Neira, Editor de Semana.com
“En este pueblo no ha pasado nada”, dice doña Rosaura García mientras descansa en una mecedora arrullada por las aguas mansas del río Magdalena.
-¿Y esos cuentos que dicen que aquí han matado a mucha gente?
-“Son historias, leyendas. La gente que le gusta hablar y se inventa todo. Mire no más: de mi esposo y de mis hijos han venido hasta mi casa a decirme cosas terribles. ¡Gente incrédula! Yo sé que ellos están bien y van a regresar”.
¿Volverán? ¿Están vivos? ¿Yacen en una fosa? Es mejor no alterar la ilusión de la septuagenaria mujer que, como muchos de los habitantes de Puerto Boyacá, insiste en comparar su tierra con el paraíso y callar de su pasado reciente tan cercano al infierno.
Por este municipio del Magdalena Medio y ubicado en el corazón del país –a tres horas de Medellín y a cuatro de Bogotá– han pasado todos los protagonistas de la violencia en Colombia. Aquí brotaron las guerrillas, nacieron las autodefensas, se entrenaron los sicarios, arribaron los mercenarios extranjeros, se refugiaron los narcos, surgió la para-política y, al final, se instauró la tolerancia hacia la violencia y la impunidad. En un tiempo tan breve y de acontecimientos tan delirantes, se entiende que no faltara quien le diera la razón a doña Rosaura García: “Son historias, leyendas”.
Reconstruir la historia es difícil porque a muchos se los llevó la violencia, mientras a otros, como al viejo paramilitar Ramón Isaza, repentinamente les dio alzheimer: “Le pido comprensión. He perdido la memoria –aseguró hace unos días ante un juez de Justicia y Paz–. Sí recuerdo es que todo lo que hice lo hice contra las Farc y si volviera a nacer, lo volvería a hacer”.
Y es que hasta hace un poco más de tres décadas este era el hábitat natural de las Farc. Los guerrilleros se movían como pez en el agua en este escenario. La mayor parte de sus combatientes eran campesinos humildes que además recibían el abrazo del entonces organizado Partido Comunista. Controlaban el Concejo Municipal, y sus líderes ejercían un trabajo de masas que llegaba a los confines de las veredas más lejanas. Impartían justicia con tan buen criterio, que muchos los venían como a una especie de guardia rural.
Uno de los dirigentes era el profesor Gentil Duarte, que en su época era una de las personas más apreciadas del puerto. Corría la década de los 70 y él, como comandante del frente IX de las Farc, iba de caserío en caserío a explicar su revolución. “Nosotros dejábamos que los trabajadores fueran a escucharlos no sólo porque el profesor era muy buena persona, sino porque nadie les creía que fueran a hacer una revolución descamisados y en alpargatas”, le dijo a SEMANA uno de los sobrevivientes de la violencia de este pueblo, un nonagenario ganadero que pidió mantener su nombre en reserva.
Y aunque hoy es increíble imaginar unos campesinos colombianos cantando a los cuatro vientos la Internacional Socialista, esa era la realidad aquí en los años 70. Todos iban felices a sus marchas, con banderas rojas en las que brillaban la hoz y el martillo.
La revolución era una fiesta hasta que a Duarte le llegó, desde Uribe, Meta, una orden perentoria: “Consiga plata como sea para comprar armas de verdad”. Las Farc creían que la toma del poder estaba a la vuelta de la esquina. Con el tiempo, las exigencias crecieron y Duarte perdió los estribos. Aumentó las cuotas a los campesinos y exigió ‘vacunas’ a los ganaderos, a lo que muchos se negaron. En 1981 corrió la primera gota de sangre inocente. Las Farc secuestraron al ganadero Alejandro Núñez. Lo mataron y dejaron su cadáver a merced de los gallinazos.
“Yo fui y le dije a mi compadre: o nos organizamos o nos joden”, recuerda el viejo ganadero. Compraron escopetas, afilaron machetes y decidieron combatir. Entre los campesinos que se sumaron a estos incipientes grupos de defensa campesina estaba un hombre apasionado por la música, que daba serenatas: Ramón Isaza. Otros de los fundadores eran los líderes campesinos Gonzalo Pérez y su hijo Henry. A ellos se sumó Pablo Emilio Guarín, representante a la Cámara del Partido Liberal. Aunque por entonces el término de para-política no formaba parte del léxico nacional, había quedado sellado el pacto entre un grupo armado y un dirigente de un partido político legal.
En cuestión de días, esta ardiente región se llenó de un odio inimaginable. Paradójicamente, esto ocurría mientras en el resto del país Belisario Betancur (1982-1986) impulsaba los diálogos con la guerrilla, juraba que durante su gobierno no se iba a derramar una gota de sangre y a lo largo y ancho de Colombia se pintaban millones de palomitas de paz.
¿Por qué pasó ese horror? Entre otras cosas, porque en este pueblo, que por entonces tenía 30.000 habitantes, coincidieron los más diversos dirigentes políticos, comerciantes, miembros de la Iglesia y del Ejército, a quienes los unía su rechazo absoluto a cualquier cosa que oliera a izquierda. Algunos de los propietarios de los mejores predios pertenecían a miembros de Tradición, Familia y Propiedad, que organizaba fogosas marchas contra los comunistas; los militares del Batallón de Infantería Número 3 Bárbula, de la XIV Brigada, llegaron con una rígida formación en la Doctrina de la Seguridad Nacional que, en términos sencillos, se proponía exterminar como fuera la amenaza comunista. Y el empresariado creía que se iba a acabar la propiedad privada. La Texas Petroleum Company, que durante años explotó los ricos campos petroleros de la zona, no vaciló en prestar la sede de la compañía para que todos los anticomunistas decidieran qué hacer. En cuestión de meses se formó el huevo de la serpiente que cambió el país para siempre.
Con la dirigencia unida, ahora se necesitaban las armas. El Ejército entregó las primeras a la naciente autodefensa. La edición de agosto de 1987 del periódico Puerto Rojo dice: “Las armas se adquieren en la Brigada XIV, indudablemente por todas las personas que las necesiten...”. ‘Luis Ramírez’, uno de los más sangrientos jefes de las autodefensas de la época, dijo en la televisión en su momento: “Nosotros lo que hicimos fue unirnos a las Fuerzas Armadas de Colombia”. “Las autodefensas de hoy son oficiales, creadas por el gobierno y el Ejército. Por eso las llamamos paramilitares”, respondió entonces el máximo ideólogo de las Farc, Jacobo Arenas.
En el batallón Bárbula los campesinos recibieron instrucciones militares para ir a pelear contra la guerrilla, como lo ratificó recientemente Ramón Isaza. El romántico cantante ahora sólo tenía voz para la muerte. Así quiso que todos sus herederos siguieran su ejemplo. Seis de sus ocho hijos son caracterizados jefes paras.
Las Farc no se quedaron atrás y de los cánticos y consignas proletarias pasaron a las masacres. Un vistazo a los periódicos refleja el horror de lo que pasó en la década de los 80 en Puerto Boyacá y sus alrededores: “Los cadáveres bajan por el río como troncos a la deriva. Navegan tan putrefactos y desfigurados y son tantos, que el comandante de la base fluvial de Barrancabermeja y varios alcaldes de pueblos ribereños decidieron no recoger más muertos del río”, escribió Germán Santamaría en El Tiempo.
Y Gabriel García Márquez, en El Espectador: “Los distraídos habitantes de las ciudades hemos comprendido que el infierno no está más allá de la muerte –como nos lo enseñaron en el catecismo–,sino a sólo cuatro horas por carretera de los cumpleaños de corbata negra y los torneos retóricos y las fiestas de bodas medievales de las sabanas de Bogotá”.
“Fue horrible, recuerda el nonagenario ganadero, pero ganamos, no dejamos ni un solo guerrillero en Puerto Boyacá. Por eso levantamos el muro con orgullo”. Se refiere al muro que hoy está a la entrada del pueblo: “Bienvenido a Puerto Boyacá. Tierra de paz y progreso. Capital Antisubversiva de Colombia”.
Mientras la fuerza de la violencia aumentaba, al puerto llegaban paramilitares de otras partes. Por ejemplo, Iván Roberto Duque, alias ‘Ernesto Báez’, uno de los ideólogos de las AUC. Vino a Puerto Boyacá y fundó el movimiento Morena, en otro intento de los grupos armados de extrema derecha de allanar el camino para hacer política.
De un momento a otro, ese ejército victorioso de autodefensas, compuesto por campesinos convertidos en guerreros sanguinarios, se encontró además con la financiación de los capos de la droga: José Gonzalo Rodríguez Gacha, alias el ‘Mexicano’, y Pablo Escobar Gaviria hicieron su aparición y convirtieron a esos muchachos en sus ejércitos rurales. Fundaron en este escenario las escuelas de sicarios. El ‘Mexicano’, aliado con Isaza, trajo al mercenario israelí Yair Klein para organizar un ejército privado con el que se propuso exterminar la Unión Patriótica, ejecutar masacres a lo largo y ancho del país y amedrentar al Estado. De aquí salieron algunos de los asesinos de los candidatos presidenciales Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo, Luis Carlos Galán, así como varios de los autores de las masacres de La Rochela y Segovia.
Esta coyuntura se presentó, entre otras razones, porque el pueblo tiene una ubicación que está sintetizada en la carta de presentación para atraer turistas: “Puerto Boyacá, cerca de todo”. En efecto, aquí se abre paso hacia los Santanderes, Caldas, Antioquia y Cundinamarca.
Al tiempo que los asesinos salían en sus camionetas a disparar, aquí y en los pueblos adyacentes se vivían días de asombro y delirio. Por ejemplo, en Puerto Triunfo, a una hora en carretera de Puerto Boyacá, Pablo Escobar dictaba las leyes. Inclusive, Virginia Vallejo, la diva del momento de la televisión colombiana, sobrevolaba estas tierras en helicópteros privados junto al capo. El más fogoso e inteligente líder del liberalismo, Alberto Santofimio, navegaba también por las aguas del Magdalena en lujosas lanchas junto a Escobar, como lo testimonian varias fotos. Y mientras los símbolos sexuales del país se paseaban por aquí, los presidenciables les hacían venia a los capos del narcotráfico, la población estaba extasiada ante el surgimiento del nuevo paraíso donde había jirafas, hipopótamos, leones, leopardos y avestruces. Eran tales el exceso y el derroche, que personas humildes como doña Rosaura García se negaban a creer: “Son historias, leyendas”.
Mientras tanto, la sangría continuaba. Cuando ya mataron al guerrillero, al comunista, al simpatizante, al profesor, al periodista, al médico, al homosexual, a todo el que se les atravesaba y ya no tenían nadie más a quien matar, empezaron a matarse entre ellos mismos.
A Pablo Guarín, que se vanagloriaba de sus acciones paramilitares en los recintos del Congreso ante la mirada silenciosa de la dirigencia del Partido Liberal, lo asesinaron en una carretera, en 1987. Gonzalo Pérez fue abatido en julio de 1991 por un patrullero de las autodefensas que había cometido una falta y al que él mismo iba a matar, aunque muchos juraron que fue un encargo de Escobar. A Henry, 12 días después de la muerte de su padre, lo encontraron en el atrio de la iglesia con una veintena de hombres desarmados. Los disparos se confundieron con la pólvora que señalaba el comienzo de las fiestas del pueblo.
Entonces apareció otro hombre de revólver caliente: Ariel Otero. Tomó el liderazgo de los paras y anunció, a través de una emisora, que se vengaría de Escobar Gaviria. El capo le ganó la partida y lo mató seis meses después. Isaza, entre tanto, entró a una guerra frontal también con Escobar, por Puerto Triunfo, donde los visitantes alucinaban con el naciente edén.
“Nos gusta el billete y odiamos a los comunistas. ¿Por qué peleamos?”, preguntó el ‘Mexicano’. Algunos de los sobrevivientes aprendieron la lección. Ahora dominan algunos de los hombres que o bien son narcos o paras, o todo al mismo tiempo. Es el caso de Víctor Rafael Triana, ‘Botalón’, quien, según un informe del Programa Presidencial para los Derechos Humanos, “perteneció a la estructura de Rodríguez Gacha” y el sábado 28 de enero de 2006 se desmovilizó como miembro de las AUC, en medio de una cabalgata con 150 jinetes escoltados por 75 camionetas burbuja.
Hoy nadie en este pueblo habla de violencia, todos dicen que es un remanso de paz. Muchos lo dicen por temor, y otros, por convicción. En un país que hoy se llena de horror por el hallazgo de las fosas comunes y donde los políticos con nexos dudosos van a la cárcel, aquí, en cambio, muchos creen, al menos de labios para fuera, que “en este pueblo no ha pasado nada”.
sábado, 1 de septiembre de 2007
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