Por qué en Colombia sale sobrando la política.
Por : Hernando Gómez Buendía
La política existe para debatir los problemas nacionales y para escoger entre soluciones alternativas. Pero la política colombiana parece hecha para evadir las discusiones de fondo y para esconder las salidas alternativas. Por eso la nuestra es una sociedad bloqueada, cuya historia política refleja pero no resuelve las enormes tensiones que padecemos.
Esas tensiones provienen sobre todo de tres fuentes: los altibajos en el conflicto armado, la evolución del mercado de la droga, y los cambios reales o percibidos en el nivel de vida del electorado.
Y sin embargo estos temas - los tres asuntos cruciales para la mayoría del pueblo colombiano- no son el centro del debate político, no se resuelven desde la política y no se atienden desde la política si no es - digamos - de manera indirecta o a escondidas. Veamos los tres problemas, conflicto, droga y pobreza:
1. Los hitos de la política colombiana han sido coletazos del conflicto armado. Sin el conflicto no habrían sido el siglo XIX, ni el Frente Nacional, ni la Constituyente, ni habrían sido muchos presidentes a lo largo de la historia. Y por supuesto la doble (o triple) elección de Álvaro Uribe se debe a la existencia de un conflicto armado: si no existieran las Farc Uribe no sería presidente, sin el Ejército no existirían sus éxitos y sin paramilitarismo no existirían sus críticos.
Este gobierno es hijo del conflicto armado y sin embargo existe para negar la existencia de un “conflicto armado“. Es decir, para negar las raíces políticas del conflicto y para descartar -por tanto- su solución política. De manera que sólo queda la vía de la guerra - que viene a ser la negación de la política.
Es verdad que bajo gobiernos anteriores se habló bastante de una salida política - e inclusive es verdad que los gobiernos de Belisario Betancur o Andrés Pastrana se sentaron largamente a conversar con las Farc. Pero estos han sido siempre diálogos sin diálogo es decir, sin sustancia, porque nunca el gobierno o sus voceros han aclarado o han declarado una materia o una reforma específica que pueda o pudiera llegar a ser objeto de negociación real con la insurgencia.
Aunque suena a paradoja, algunos puntos del programa de las Farc se han vuelto realidades: la elección popular de los alcaldes, por ejemplo, o a su manera, la Constituyente, o el desmonte -aunque parcial- del paramilitarismo. Pero estas medidas no han sido tema de diálogo o fruto de un acuerdo con organizaciones guerrilleras. Ni se conoce un solo borrador donde las partes avanzaran un paso más allá de un simple listado de temas y subtemas para la conversación etérea e interminable: “modelo económico”, “reforma política”, “reforma agraria”, “relaciones exteriores” y otras lindezas por el estilo.
Y los políticos, en coro con la prensa y con la totalidad o casi de los colombianos decían antes y repiten ahora con más ganas que “nadie sabe qué es lo que pide la guerrilla” -o sea que no hay nada sobre lo cual se pueda conversar en serio o dialogar de veras para saber al menos en qué consisten nuestras diferencias o preguntarles por qué diablos nos andan matando.
Si ni siquiera la conducción de la guerra ha estado sometida a escrutinio político: ni los partidos, ni el Congreso, ni la prensa se han ocupado de los cambios de estrategia militar entre 1964 y el 2002, como tampoco lo han hecho con los cambios de estrategia durante el gobierno Uribe (del Plan Patriota al Plan Victoria y al Plan Consolidación) no han mirado los costos de la guerra ni han evaluado seriamente el desempeño de las fuerzas armadas. Ni han tratado siquiera de aclarar en qué consiste o en qué consistiría la “victoria” en esta guerra.
2. El narcotráfico ha influido tanto en nuestra vida pública que en lugar de política aquí hay narco-política. Desde la “ventanilla siniestra” en el gobierno López hasta los “emergentes” en el gobierno Uribe, pasando por Pablo Escobar, Rodrigo Lara y Luis Carlos Galán, la Catedral y la Constituyente, la elección de Samper, el proceso 8.000, el Plan Colombia o las conversaciones de San José Ralito, la plata o la violencia de la droga han marcado cada paso en los últimos 35 años de nuestra vida política.
Y sin embargo la política contra las drogas también está excluida meticulosamente del debate político. El narcotráfico (que financia tantísimas campañas) no es un tema de campaña. Los partidos “se alternan” en el poder y los candidatos venden sus “programas” novedosos, pero ninguno hace nada distinto - y ni siquiera dice nada distinto- frente al desafío más grande que tiene Colombia.
Cada gobierno se limita a proseguir, más aún, a escalar, la “guerra contra la droga”. Guerra, vale decir negación de la política. O exclusión del asunto de la agenda política. O no pensar en las posibles alternativas.
No me refiero a alternativas radicales y simplistas, como decir la “legalización” de la droga que reclaman la derecha y la izquierda sin explicar muy bien (ni entender muy bien) de qué cosa están hablando.
Me refiero a las opciones sensatas y factibles, que incluso cuentan con la simpatía de gobiernos o partidos políticos en Europa y en Estados Unidos: la no fumigación, la dosis personal, las medidas de “reducción del daño”, la prevención, el control de precursores, los fondos de compensación internacional…[1]
Es más: ni siquiera el avance de esta otra guerra contra las drogas es objeto de escrutinio político: no sabemos si Colombia produce o exporta más o menos droga ahora que hace 5 o 10 años, ni sabemos si unos programas son más eficaces que otros, o si los costos totales o los de cada programa compensan sus beneficios.
No solamente la droga está prohibida. También está prohibido pensar sobre la droga.
3. Nuestros políticos compiten sobre la base de dos grandes prácticas: el clientelismo y la demagogia. Una funciona porque en Colombia abunda la pobreza y la otra funciona porque en Colombia abunda la exclusión. Y sin embargo la pobreza y la exclusión no son objetos del debate político.
A diferencia de Ecuador, Venezuela y Bolivia, pero también de Argentina o de Brasil, las movilizaciones y protestas populares no existen casi en Colombia.
Aquí hay marchas multitudinarias contra las atrocidades de las Farc. Y hay protestas masivas en defensa de un personaje como David Murcia Guzmán. Pero no hay apoyo y ni siquiera interés -sino más bien repudio generalizado- hacia los escasos y aislados brotes de inconformidad por parte de algún sindicato o de alguna organización indígena.
Y es porque se cree - mejor dicho, porque se nos ha enseñado a creer- que las protestas de los sindicatos o de los indígenas son parte de la guerra, que detrás de cada marcha y cada paro están las Farc que avanzan en puntillas.
O sea que el pueblo se moviliza alrededor del crimen (el secuestro, las pirámides) pero no alrededor del hambre ni de la injusticia. En el resto de América Latina - si no en el mundo entero- las elecciones se ganan o se pierden sobre la base de ofertas y de logros o fracasos en materia económica y social. Pero en Colombia las elecciones se ganan o se pierden sobre la base de posiciones frente al terrorismo y la criminalidad.
La política consiste en reclamar y negociar derechos. Pero en Colombia la guerra no ha dejado que se asome la política, que la gente defienda sus intereses y pelee por sus derechos - incluyendo a la gente de los sindicatos, del movimiento indígena y de todos los grupos que padezcan o sientan el hambre o la injusticia-.
Así que en síntesis aquí sale sobrando la política porque refleja al país pero no le da salidas.
Nota de pie de página
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[1] Hace apenas unos días, en Razón Pública, Francisco Thoumi señaló que en las negociaciones para un nuevo régimen internacional sobre las drogas, Colombia es el único país que sigue apoyando las tesis prohibicionistas de
Publicado en:
http://www.razonpublica.org.co/?cat=12
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