viernes, 28 de marzo de 2008

El fin de las FARC

El fin de las FARC
Será largo y sangriento
La guerra colombiana lleva tantos años, que parece que el país estuviera condenado a padecerla para siempre. Casi medio siglo de lucha contra las guerrillas ha dejado una cicatriz en el rostro de la Nación. Por eso, durante varias décadas muchos colombianos han sido escépticos frente a un desenlace del conflicto que le ponga fin al baño de sangre. En alguna época se habló de que no había voluntad política de acabar con la guerrilla, en otra, de que a los militares no les interesaba porque dependían de su amenaza, o corrió la tesis de que era imposible derrotar a las Farc con un Estado famélico, ausente y corrupto.

Pero los acontecimientos de los últimos días han empezado a cambiar las percepciones históricas. La muerte en sólo una semana de 'Raúl Reyes' e 'Iván Ríos', dos miembros del Secretariado de las Farc, rompió el mito de que la guerrilla era invencible o de que no había interés en derrotarla. La sicología del país sobre la guerra está cambiando. Mientras hace 10 años apenas el 34 por ciento de los colombianos consideraba posible que las Fuerzas Armadas podían derrotar a la guerrilla militarmente, esta semana una encuesta de Gallup demuestra que el 75 por ciento lo cree posible. Y el primer paso para ganar una guerra es que la sociedad crea que es posible hacerlo. Pero no se trata sólo de percepciones, de la moral de una tropa o del estado de ánimo de una sociedad. El ataque al campamento de 'Raúl Reyes' demostró que la superioridad técnica y militar del gobierno es una ventaja definitiva. Y la muerte de 'Iván Ríos', asesinado a traición por uno de sus hombres de confianza, deja al desnudo el grado de resquebrajamiento de las Farc en el interior de sus filas.

Las muertes de estos dos hombres son un hito en la historia del conflicto armado colombiano. No tanto por la importancia militar, política o simbólica de cada uno de ellos, sino por lo que reflejan de la etapa de la guerra. Estas muertes marcan el fin de una era y el comienzo de otra.

Queda atrás un largo período en el que se consideraba que había un equilibrio entre gobierno y guerrilla, o lo que muchos llamaron un empate negativo. Empate que parecía irresoluble pues no permitía una victoria militar, pero tampoco hacía viable una paz negociada, pues ambos bandos aspiraban a una revancha para ganarle ventaja al otro, e intentar el triunfo militar.

Ahora la correlación de fuerzas ha cambiado. Quedan pocas dudas sobre la superioridad del Estado, y la evidente debilidad de las Farc parece un hecho irreversible. Después de seis años de ofensiva sostenida, de miles de millones de dólares gastados en munición, de miles de soldados y policías caídos en combate y de tantas víctimas inocentes que han padecido los coletazos de la barbarie, se puede decir que está llegando la fase final de la guerra.

Pero el entusiasmo sicológico de un incipiente desenlace contrasta con el camino tortuoso, impredecible y violento que significa transitar hacia una solución definitiva. Los últimos capítulos de las guerras suelen ser difíciles, llenos de sorpresas desagradables y pueden ser prolongados.

En Perú, por ejemplo, la naturaleza mesiánica y autárquica de Sendero Luminoso hizo posible que con la captura de su principal líder, Abimael Guzmán, se desencadenara una derrota militar de la guerrilla, difícil de repetir en otros conflictos. Incluso, su manera de recurrir al terrorismo indiscriminado ya los había aislado políticamente y era una organización repudiada incluso por la izquierda radical peruana. A pesar de su derrota, persisten unos grupúsculos seudoguerrilleros a los que les queda mejor el traje de bandas criminales que el de revolucionarios alzados en armas.

En El Salvador, la guerrilla del Fmln controlaba parte del territorio, tenía buen respaldo campesino y había un empate militar que hizo posible un modelo de negociación donde se pactaron reformas profundas al régimen. El Fmln negoció desde una posición de fuerza, pues acababa de lanzar una ofensiva sobre la capital del país, y puso en jaque al gobierno. En todo caso, esta se considera la última negociación de la era de la Guerra Fría, que selló una paz política duradera, pero no redujo los índices de criminalidad.

Otro caso reciente que vale la pena observar es el de Irlanda, donde un conflicto centenario entre el IRA y el gobierno de Gran Bretaña finalizó en un acuerdo político. Al momento de firmar el pacto, el grupo separatista estaba infiltrado hasta el tuétano por los servicios policiales británicos, y se le habían cerrado espacios políticos y diplomáticos. Aunque pudo ser llevado a su mínima expresión como grupo armado, la negociación se hizo para garantizar una paz más duradera y una mayor legitimidad para el gobierno.

Posiblemente ninguno de los anteriores casos sea paradigmático para Colombia. El país empieza a darse cuenta de que algo importante está ocurriendo en la guerra: hay una ruptura del equilibrio existente y se hace necesario imaginar cómo será el final de la partida.

Esa exitosa ofensiva militar no está dada por los episodios recientes, sino que es el resultado de decisiones estratégicas tomadas por el Estado. La política de seguridad democrática, el aumento del gasto militar, el respaldo de Estados Unidos, la sofisticación en la inteligencia, la degradación de la guerrilla por el influjo del narcotráfico, el rechazo casi nacional contra la violencia guerrillera y hasta el cambio de paradigma luego del 11 de septiembre, han inclinado la balanza y garantizado un control del territorio que antes no existía y que ha sido crucial para debilitar a las Farc.

Al lado de estos saltos estratégicos hay una cantidad de virajes tácticos que han hecho más eficientes las campañas militares, como se ha visto en los meses recientes (ver recuadro).

Se puede decir que la pérdida de territorio, el incremento en las deserciones y las desmovilizaciones, la ofensiva del Ejército a la retaguardia selvática de la guerrilla, y el incremento y la efectividad en los combates, son los principales signos de que el gobierno está ganando la guerra.

Pero la pregunta es ¿qué sigue? ¿qué tipo de final tendrá el conflicto? ¿Por qué los finales son tan complejos, difíciles y violentos?

Tres escenarios posibles

La fase final de la guerra, si es que ha llegado, plantea tres escenarios posibles de resolución. El primero es el del aniquilamiento militar, similar a la manera como lo hizo Perú con Sendero Luminoso. Aunque hay sectores muy marginales del gobierno que creen posible un exterminio físico de las Farc, este es un epílogo muy improbable para la guerra colombiana. Básicamente porque a diferencia de Sendero Luminoso, que estaba localizado sólo en la sierra peruana, las Farc están desplegadas en todo el territorio. Son una organización más descentralizada y colegiada que puede sobrevivir a pesar de que sus cabezas sean golpeadas.

Y mientras el narcotráfico siga aceitando la guerra, las Farc tendrán una gran capacidad de reproducir su aparato militar. Apostar únicamente por el camino del plomo, sin crear ningún escenario político, es una elección costosa, sangrienta, y posiblemente con resultados poco sostenibles, pues la claudicación total de una guerrilla es un espejismo, sobre todo con la realidad geográfica, de narcotráfico y de falta de Estado que se vive en Colombia. Es utópico e ingenuo pretender que hasta el último guerrillero llegue en una bolsa negra.

Un segundo desenlace posible es el de una negociación política al estilo salvadoreño, o como las que ha conocido el país con otras guerrillas como el M-19 o incluso, como lo que se intentó en El Caguán. Esta idea de una pronta salida es todavía promovida por muchos sectores, especialmente de izquierda, pero cada vez menos gente la considera viable.

Básicamente porque las Farc no representan hoy en el país una fuerza social o política que les brinde legitimidad para exhibir y negociar una agenda de reformas. El M-19 pudo hacerlo en 1991, cuando pactó con el gobierno la realización de una constituyente porque, aunque era una guerrilla derrotada militarmente, supo interpretar lo que pasaba en el mundo -el fin de la Guerra Fría- y la coyuntura del país -la necesidad que tenían las propias elites de una modernización política-. En El Salvador sin duda había una agenda de reformas pendientes para transitar de una larga dictadura, a la democracia. Y el pacto de paz fue crucial para ello.

En la Colombia de hoy eso ya no es posible. Hay una democracia claramente reconocida como tal, una Constitución garantista y progresista, y aunque muchas reformas están pendientes, no serán pactadas en una mesa de negociación con una guerrilla desprestigiada, aislada y criminalizada.

Pero entre la derrota militar y la negociación al viejo estilo hay una tercera vía que posiblemente sea la que más se ajusta a la realidad de la guerra colombiana. Es una combinación de la presión militar con la apertura de un espacio de negociación con reglas de juego completamente distintas.

La presión militar se requiere porque aunque haya un cambio de tercio en la confrontación, aún no hay un punto de inflexión definitivo. "Las Farc han sufrido un fuerte debilitamiento, pero aún no están derrotadas. Con el desgaste que han experimentado posiblemente regresen a la guerra de la pulga. Hay grandes espacios de terreno que han desocupado los paramilitares que todavía no están bajo el control del Estado y su fuerza pública. Las Farc pueden recuperar este terreno y fortalecerse de nuevo", dice Gabriel Marcella, profesor del Instituto de Estudios Estratégicos de Estados Unidos.

Pero así como Uribe ha demostrado que sabe hacer la guerra, también tiene que abrir un espacio para el diálogo. "Todas las fórmulas están gastadas y habría que imaginar algo diferente", dice el ex senador Rafael Pardo. Y tiene razón. Los dos modelos que el gobierno ha probado para negociar son inaplicables para las Farc. El modelo que se probó con los paramilitares, y cuyo énfasis es la desmovilización, es inviable porque con las Farc es necesario contemplar además del desarme la reinserción política. Por eso la propuesta de negociación realista sería como lo plantea el analista Román Ortiz, "una negociación para facilitar su desmovilizacion y reinserción en el sistema democrático, no para modificar la estructura constitucional ni el orden social y económico del país".

¿Les sirve una oferta así a las Farc? Seguramente no al Secretariado, pero sí a muchos mandos medios que han empezado a sospechar lo que todo el país sabe: que jamás se tomarán el poder y que el tiempo corre en su contra. Mientras más tiempo pasen en el monte, más débiles y menos condiciones tendrán para una negociación que les sea favorable.

Abrir una pequeña compuerta de diálogo hoy, manteniendo la misma presión militar, puede salvar vidas y ahorrar sufrimientos. Ese espacio es necesario no tanto para demostrar la magnanimidad del gobernante de turno, ni para tirarles un salvavidas a las guerrillas, sino porque las Farc son el mayor obstáculo para la prosperidad colectiva de los colombianos.

La guerra es una espiral de violencia y los colombianos deben buscar el camino menos doloroso y más rápido para salir de ella. Una solución exclusivamente militar, o una negociación sin objetivos claros significarían prolongar la agonía.

¿Está listo el país?

Pero, para que exista un epílogo a este conflicto, hay una serie de variables que van mucho más allá de los mapas desplegados por los generales, la estrategia militar, la capacidad de fuego, la moral de la tropa o la sensación de victoria que puede sentir una sociedad.

Por un lado, el esfuerzo económico se tiene que mantener en este momento tan crucial. ¿Seguirá Estados Unidos, en caso de que gane un gobierno demócrata, apoyando a las Fuerzas Militares? ¿Cuántas veces más están los colombianos dispuestos a pagar impuestos al patrimonio para financiar la guerra? A eso se suman también los temores por una recesión económica en el mediano plazo que merme la creciente inversión en defensa. Es un hecho que el buen desempeño económico del país en los últimos años ha permitido que se invierta un 6 por ciento del PIB en la política de seguridad.

Otro gran interrogante que hay planteado sobre la mesa es el escenario regional. El reciente conflicto diplomático con Venezuela, Nicaragua y Ecuador, que se suavizó en la cumbre de Río, demostró que en la región hay una pugna de dos proyectos políticos e ideológicos. Un proyecto de izquierda, que las Farc ven con buenos ojos, y que encarnan los presidentes Chávez, Correa y Ortega, y un proyecto de derecha, que representa Álvaro Uribe. La pregunta es si los procesos que viven los países vecinos pueden terminar ayudando a las Farc para que reviertan su crítica situación militar y política, y recuperen la iniciativa. Enorme preocupación causó el contenido del computador de Raúl Reyes sobre las relaciones entre las Farc y Chávez, y no menos grave fue encontrar el campamento de Reyes en territorio ecuatoriano.

Un tercer elemento crítico para el futuro es el narcotráfico. Mientras éste subsista, las Farc tendrán una inagotable fuente de financiación para alimentar su dialéctica de la dinamita y el plomo.

El último ingrediente es la tercera reelección del presidente Uribe. Para muchos, Uribe debe ser el mariscal de campo que toque las trompetas de la victoria y, por lo tanto, creen que debe seguir al mando. Sin embargo, es una visión facilista y mesiánica. El futuro de Colombia va más allá de Uribe. Así como la sociedad ha asimilado la política de seguridad democrática, casi toda la baraja de presidenciables debe entender lo que está en juego y está en capacidad de llevar la batuta.

Pero, más allá de la importancia de la exitosa ofensiva y de las consideraciones geopolíticas y económicas, quizás el mayor reto de esta fase final de la guerra no es militar. Es poner a prueba la capacidad del Estado para incorporar en su proyecto de Nación a todo el territorio, aun las selvas húmedas olvidadas. Aunque las Farc sean una guerrilla que use métodos terroristas y que se criminalice a cada vez más, en la columna vertebral del conflicto colombiano subyace una falta de Estado. Hay un problema atávico de tierras, de injusticia, de falta de oportunidades, de cultura de la ilegalidad, entre tantos otros flagelos, de un país que está tan lejos de Bogotá y tan cerca de las Farc. Un país extenso y vital que mientras sus grandes metrópolis saborean las mieles del siglo XXI está sumido en las penumbras del medioevo.

Es muy probable que no sea con las Farc con las que se pacten las grandes reformas del país, pero promoverlas es un imperativo democrático de cualquier gobierno y un requisito para que todo el esfuerzo militar que se está haciendo -y que tanta sangre ha costado- termine por dejar un país mejor y con una paz sostenible. Y no el caldo de cultivo para que, a pesar de que las Farc sean derrotadas, se vuelva a reciclar la violencia en un ciclo interminable que empezó hace ya 200 años, al tiempo con la vida republicana.


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