sábado, 19 de julio de 2008

Al fondo del tropel de la Nacional
En la Universidad Nacional hay 20 mil estudiantes y 240 grupos estudiantiles activos de distintas corrientes e intereses, pero apenas unos 400 jovenes son radicales. Una mirada desde el corazón del movimiento estudiantil. Especial para Semana.com
Por Raúl Alejandro Martínez*
Fecha: 07/14/2008 -
Un tropel huele a leche y vinagre, a pólvora, sudor, gas pimienta y césped. Esto dice Paula*, quien fue encargada de la “cocina” por varios años. Muestra el lugar donde se preparan los petos, las molotov y todos los artefactos de piedra, pólvora negra, azufre y balines que se van a lanzar, con tubos PVC, contra la Policía. Para neutralizar el efecto de los gases lacrimógenos que riegan los antimotines, se empapan la cara con leche y vinagre. La duración de cada contienda oscila entre dos y seis horas. En sede de Bogotá de la Universidad Nacional, las consignas han variado muy poco desde la década de los sesenta. Los problemas son los mismos, dicen algunos estudiantes. El tropel ha cobrado vidas humanas, desapariciones y, sobre todo, rabia y odio entre policías y estudiantes. (vea aquí el glosario de la jerga del tropel)

Paula es una mujer de baja estatura, morena, de cabellos alborotados y azabaches, ojos brillantes y mirada altiva. Habla con una voz gruesa y pausada de los días en que solía estar convencida de la piedra como el camino para las reivindicaciones. “Es una batalla – dice — y hay pequeñas victorias como, por ejemplo, cuando se les dañaban algunos escudos a los policías o se afectaba una tanqueta”. Dice que después de que la siguieron y amenazaron no volvió al tropel.

No toda protesta en la ciudad universitaria implica una batalla. La gran mayoría de los estudiantes no comparten esta manera de protestar. Para ellos proponer y deliberar no significa tirar piedra. El movimiento estudiantil es diverso y amplio y reducirlo a los grupos beligerantes es estigmatizarlo. Los líderes pacíficos lo pagan caro, los tildan de ser simpatizantes de los capuchos, los amenazan.

La Plaza Che
Jerga del tropel
El tropel en cifras

Veinte mil jóvenes estudian en la Nacional. Se tiene cuenta de 230 grupos estudiantiles que realizan actividades sociales, culturales, deportivas y también políticas. Los radicales son, si mucho, 400 estudiantes, organizados en una decena de grupos. Cuando arman sus batallas se les suman varios espontáneos, y pueden llegar a ser hasta mil estudiantes. Son pocos, pero pueden paralizar la universidad, alterar el orden público.

Cada vez que los grandes movimientos estudiantiles quieren denunciar o protestar por medidas oficiales, los beligerantes aprovechan. Este año los estudiantes se pronunciaron contra el Estatuto Estudiantil. Fue una movilización y un paro que transcurrieron pacíficamente. Convocaron a la reflexión a profesores, estudiantes y directivas sin que se presentaran altercados o agresiones. En las asambleas de estudiantes hubo sí formas simbólicas de protesta como el bloqueo de salones y otros mecanismos de presión para ser escuchados, pero nunca apoyaron tropeles.

El año pasado fue igual. En abril y junio se movilizaron en protesta pacífica casi diez mil estudiantes de la universidad porque no compartían la aprobación del artículo 38 del Plan Nacional de Desarrollo. En las marchas se censuraron los intentos de tropel de algunos anarquistas.

Una historia de letra y sangre…

Desde 1937, desde que existe, el extenso campus de la Universidad Nacional que ocupa varias manzanas entre las calles 26 y 53 y las carreras 30 y 50 de Bogotá, ha sido testigo de las diferentes transformaciones científicas, educativas, sociales y de pensamiento en Colombia, pero también, como el país, ha visto violencia y asesinatos.

El profesor Jesús Antonio Bejarano, el estudiante Carlos Geovani Blanco y el patrullero de la policía Ramiro Andrés Soto, han sido abatidos dentro de la Ciudad Universitaria. Asesinados entre 1999 y 2001. Ellos engrosan una lista que se inició con el asesinato de Uriel Gutiérrez, el 8 de junio de 1954, y de otros nueve estudiantes más al día siguiente, durante las protestas contra la dictadura de Rojas Pinilla. Cada 8 y 9 de junio se conmemora el Día del estudiante caído. Ese círculo perverso que se inauguró allí: protesta, represión y violencia sigue dándose hasta hoy, y se recrudece según el gobierno de turno.

El primer semestre de 2008 fue particularmente violento en las universidades. Ya no fueron batallas de piedra y palo. Ahora tiran rockets caseros, tubos cargados con pólvora, artefactos contundentes, armas peligrosas.

Antes los últimos embates del puñado de estudiantes violentos, el gobierno sacó de la manga una vieja receta. “La Policía debe entrar a cualquier recinto universitario en el que haya violencia”, ordenó el presidente Álvaro Uribe el pasado 29 de mayo, frente a un grupo de 24 estudiantes de la Universidad Pedagógica detenidos luego de disturbios, en los cuales rociaron ácido a miembros del Esmad (Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía).

Meter a la Fuerza Pública adentro de la Universidad tiene un mal precedente y, quizás por eso es tan resistido por los estudiantes hasta hoy. El 16 de mayo de 1984, durante la administración del médico Fernando Sánchez Torres, y después de graves disturbios, se permitió que la Policía y el Ejército desalojaran a los estudiantes de las residencias y el campus. El episodio desencadenó en hechos confusos durante los cuales murieron 17 estudiantes y la universidad fue cerrada durante un año. Después de dos décadas este hecho sigue sin aclararse.

Los radicales no son todos lo mismos

Entre radicales de la Nacional hay diferentes corrientes ideológicas. Están los camilistas (seguidores del Che Guevara y la guerrilla del Eln), los maoistas (admiradores de la revolución popular china y la guerrilla peruana de Sendero Luminoso), los de pensamiento bolivariano (afín esa rara mezcla de marxismo-leninismo y admiración por Bolívar, que caracteriza a las Farc y al chavismo).

Desde los noventa, el panorama se ha vuelto aún más complejo. Una defensora de derechos humanos estudiosa del tema explica que los camilistas tiene varios grupos: los TNT (Tercos, Necios y Transformadores), los BASO (Barricada Socialista), el GFIR (Grupo de Formación Integral Revolucionario), y el FER-Sin Permiso. En la corriente maoista sobresale el grupo Guardias Rojos. Finalmente, están los grupos CLANES (de un juego de palabras con clan y clandestino), donde convergen diferentes tendencias como el camilismo, centralismo democrático y marxismo leninismo. Pablo*, miembro fundador y activista desde 2003 del Clan Jaime Bateman Cayón, afirma que están en todas las universidades de Bogotá y en muchas del país.

Hace ocho años, en 2000, apareció en escena un nuevo actor radical. Es el Movimiento Bolivariano, MB creado por el actual jefe de las Farc, Alfonso Cano. Los conocedores dicen que son pocos pero que ya están no sólo en las universidades públicas, sino también en algunas privadas como la Libre, Javeriana y Externado.

Pablo del Clan Bateman afirma que la relación de CLANES con el Movimiento Bolivariano es esporádica y se articulan únicamente para llevar a cabo la protesta. “Uno no es amigo del que toma al lado de uno, del que rumbea al lado de uno, un verdadero amigo es el que tiene el valor de luchar al lado de uno”, dice Montaña. Pero ante la pregunta de si lo seduce el tropel, Pablo contesta rotundo: “No estamos en la clandestinidad por seducción, es una necesidad histórica… la clandestinidad no es un hobbie, es una forma de defender la vida y cumplir con la obligación moral de combatir”.

Sin embargo, además de las razones políticas de los radicales, existen otras de un orden más pasional. Patricia*, ex militante de un grupo que “tropeliaba”, explica: “(seducen)… los códigos comunes, el lenguaje, hay una ilusión y es que te crees fuerte, te crees muy fuerte, te crees invencible cuando además sales en colectivo a enfrentar al enemigo que en ese momento está encarnado en el modelo de Estado contra el que tú combates, y está encarnado en la Policía o quien disponga la fuerza pública o sea, el Esmad, o a quien pongan”.

Mariana, la que preparaba la “cocina” de los tropeles y ya dejó la militancia, baja un poco la voz y evoca esos momentos vividos intensamente. “Existe un lazo muy fuerte con el núcleo que tú conoces. Es una cadena de afecto que surge de compartir tu vida o tu seguridad; te pueden procesar, desaparecer o matar”. Los sentimientos son tan entrañables que muchas relaciones de pareja nacen en esa clandestinidad.

El lazo de confianza es amenazado, no sólo por la posibilidad de ser apresado por los agentes del Esmad. Están los que ellos llaman “tiras”, agentes de inteligencia que se hacen pasar por estudiantes y nunca están identificados. También hay otros que se meten en los círculos estudiantiles y caen por contrainteligencia. Los descubren porque toman fotos en los tropeles o están cercanos a la “fiesta”. Si hallan un infiltrado, la reprimenda es violenta. Paula confiesa algo incómoda: “He visto cosas tenaces, los encierran en los baños y los ‘levantan’, casi hasta matarlos, a veces tiene que ingresar la vigilancia de la universidad para salvarlos”.

Algunos agentes de inteligencia son jóvenes y otros ya entrados en años. “Los que me siguieron a mí eran muy mayores, tipos muy ‘paila’ (malos), muy viejos”, recuerda Paula. El otro enemigo de los estudiantes, clandestinos y no, son los paramilitares. Amedrentan mediante anónimos cargadas de advertencias y amenazas.

Sobreponiéndose a todos los peligros, algunos estudiantes se van a las pedreas, con la convicción certera de que éste es el único camino para ser escuchados. El hondo sentimiento de rabia por lo que ellos consideran injusto, muchas veces se mezcla con la euforia que produce la adrenalina espetada en la contienda, esa misma que se desborda en una violencia que es vista con estupor en los segundos que los noticieros de televisión dedican al orden público.

Samuel ya tiene un nuevo nombre.

Después de hacerse clandestino y ponerse una capucha negra sobre su cabeza se llama “Camilo”. Este es su “nombre de guerra” y su familia no lo sabe. Lo utiliza en las reuniones en las que deciden las “tareas” que debe cumplir en su núcleo. Minutos previos a la puesta en escena, se han reunido diez personas en algún lugar de la universidad para uniformarse. Una vez preparados, vestidos completamente de negro y puestos sus brazaletes como insignias, se dirigen hacia la Plaza Che, donde hallan la formación de un centenar de compañeros o camaradas (así se denominan entre ellos) que los acompañan en una jornada de protesta. Después de un discurso ante militantes y estudiantes expectantes, se cierran las palabras con voladores y petos. Se dirigen a la portería de la calle 26 que es una de las entradas de la universidad donde se hacen los tropeles.

'Camilo' se oculta en medio del frenesí que producen los estruendos de las primeras bombas “papas”. Suda. Se agacha y recoge del piso una botella con gasolina y mecha, es una molocha preparada previamente. Está dispuesto a lanzarla. No piensa. Es de aquellos que se inician en el combate. Antes de adentrarse en la vanguardia para arrojar la molotov, los segundos transcurren en medio de arengas y de pronto arroja la botella envuelta en llamas, con la ira contenida en su menudo cuerpo de veinte años. La bomba estalla contra el piso e incendia silenciosa las llantas de una tanqueta de la Policía.

Los de la Esmad

Vea aquí el tropel en cifras

Cuando el sonido estridente de los petos retumba en los alrededores de la universidad llega la Policía Metropolitana. Se cierran los carriles de la avenida Eldorado (la calle 26) y dependiendo del número de encapuchados aparecen las primeras tanquetas. Estos carros de blindaje especial, están equipados con cámaras de video y mangueras con potentes chorros de agua que utilizan para dispersar a la multitud. En la medida que el calor del tropel comienza a atizarse, aparecen los primeros Esmad con escudos y detrás de ellos otro escuadrón llamado manos libres, equipado con bastones de mando para repeler y capturar a los encapuchados que arrojan las “papas” y los petos. El último escuadrón son los llamados gaseadores, quienes se encargan de disparar las bombas de gas lacrimógeno.

Los policías del Esmad pasan por un curso de tres meses llamado Manejo de multitudes. El escuadrón fue creado desde 1999 como parte de apoyo a la Policía Metropolitana para controlar disturbios callejeros.

Dentro de un traje de policía antidisturbios el calor es intenso. Es un overol anti inflamable y una armadura negra de policarbonato que pesa doce kilos, casco con visor y protectores que le dan a su aspecto de robocop, el famoso agente cibernético del cine. Un Esmad debe ser joven, alto, atlético y de buen estado físico. Debe soportar en calma toda suerte de escupitajos, insultos y artefactos peligrosos.

También aguantan los estribillos hirientes que entonan los estudiantes: “En los libros hallarás, el tesoro del saber, policía tú serás, si no aprendes a leer”. Ningún estudiante enardecido parece ver al ser humano metido en el traje de la Esmad. No capta su miedo, ni su adrenalina.

Cuando el viento arrastra los gases lacrimógenos, el aire se tiñe de gris y el humo no se apacigua, los ánimos de los grupos se trenzan en una cadena eufórica de agresión. No es posible el diálogo y los escasos intentos se dan a través de funcionarios que trabajan en organismos como la Defensoría del Pueblo y la Secretaría Distrital de Gobierno. Ellos intentan mediar hablando con las partes para que cesen las acciones o se respeten los derechos humanos de los estudiantes y las personas que puedan ser detenidas.

El final

Una vez termina la batalla campal el panorama es desolador. Fernando Montenegro, vicerrector de sede en 2006 narraba lo que veía después de un tropel: “…vidrios destrozados, como escombros de un bombardeo; piedras que debieron ser parte del adoquinado por donde un momento antes avanzaban los compañeros de clase; sillas destrozadas, unas fueron pupitres y las otras, lugares de descanso para visitantes, alumnos o profesores, todas tiradas allí, convertidas en un conjunto de metales retorcidos y sucios”.

Luisa Cantor, la joven líder estudiantil, que trabaja para Bienestar Universitario en la organización de grupos, habla con mucha claridad y apasionamiento acerca de los problemas estructurales que aquejan a la universidad, sin embargo, sólo cree en los medios democráticos. El tropel, dice, es un mecanismo en desuso, agotado.

“Debemos pasar de la edad de piedra a la edad de la razón”, dice con ironía el profesor Carlos Medina.

La reivindicación de derechos, los cambios sociales y las grandes reformas de Colombia han empezado muchas veces en la universidad. Por esta razón, es tan apremiante que las voces de muchos estudiantes sean escuchadas, pero no a través de los estruendos, sino de las palabras, en acciones creativas. Esas que con el tiempo, generan los cambios y se convierten en símbolos.

El daño más grande que hacen los encapuchados no es sobre las paredes o las rejas de la universidad, ni siquiera sobre las tanquetas de la Policía, el daño más grande es cerrar los espacios democráticos para la mayoría y clavar en la memoria de la sociedad esa imagen prejuiciada de vandalismo.

Por eso si la respuesta del Estado ante la violencia en las universidades fuera la civilidad y el diálogo, restaría cada vez más argumentos para los encapuchados. Y no sólo eso, sería una respuesta, en apariencia, obvia pero pocas veces aplicada, que acaso apoyarían la mayor parte de estudiantes.

Cuando se visitan las exposiciones del museo de la Universidad Nacional o se camina por la Plaza Che después de escuchar a la Orquesta Filarmónica en el Auditorio León de Greiff, queda la sensación de que los artistas no gritan y de pronto tendrían mucho que decir. ¿Acaso puede ser el momento de hacer resistencia y propuestas a través de caminos más seductores?

* Los nombres han sido cambiados a petición de las fuentes.





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*Raúl Alejandro Martínez es estudiande de la especialización en Periodismo del Centro de Estudios de Periodismo Ceper de la Universidad de los Andes. El texto fue producto del taller de Reportaje.



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