sábado, 29 de diciembre de 2007

Una década de ausencia

Una década de ausencia

Dos humildes militares nariñenses cumplen 10 años en poder de la guerrilla. Son unos de los secuestrados con más tiempo en cautiverio en el mundo. Crónica de una infamia.
"El mismo día que nació el hijo, medio resucitó el papá". Así resume Claudia Tulcán lo vivido el 24 de marzo de 1998, cuando dio a luz a Johan Steven y se enteró de que su compañero y padre del bebé, el cabo Libio José Martínez, había sobrevivido a la sangrienta toma del cerro de Patascoy y estaba secuestrado por las Farc. A las 9 de la mañana nació Johan en el hospital municipal de Pasto. Dos horas más tarde, en la misma sala de parto, Claudia supo de la primera carta del cabo Martínez. Así acabaron tres meses de incertidumbre, de no saber si él estaba vivo o muerto, y comenzó la larga espera que una década después aún continúa.

La tragedia empezó la madrugada del 21 de diciembre de 1997, cuando 500 guerrilleros de las Farc se enfrentaron a los 32 militares que custodiaban el cerro Patascoy, ubicado en el límite entre Nariño y Putumayo. Fue tan abrumador el arsenal usado por la guerrilla, que la fría cumbre se convirtió en un auténtico infierno. El resplandor de las bombas que caían una tras otra iluminó la madrugada del Patascoy y produjo un calor descomunal. "Un muro me cayó encima y quedé atrapado, un compañero me jaló y logró sacarme, pero quedé descalzo. Todo estaba destruido. Las latas del techo de la base estaban por el piso y me quemé los pies porque estaban al rojo de tantos bombazos", recuerda Luis Alberto Castro, un soldado sobreviviente.

Castro y una veintena de militares aguantaron la toma hasta el amanecer, cuando se les acabó la munición y tuvieron que rendirse. A las 6 de la mañana el balance era tétrico: cuerpos destrozados, el rastro de varios soldados que se habían caído por los filos del cerro y los gritos de agonía de algunos otros malheridos. La guerrilla reunió a 18 supervivientes y les dijo que desde ese momento eran prisioneros de guerra.

Al medio día la noticia de la toma se difundió y los familiares de los soldados se agolparon en el batallón de Pasto en busca de información. En los siguientes días fueron llevados allá los cuerpos para que las fammilias los identificaran. Gustavo Moncayo, padre del cabo Pablo Emilio Moncayo, y don José Martínez, padre Libio José, estuvieron allí varios días hasta cuando el Ejército terminó la operación de búsqueda.

Angustiado por no saber la suerte de su hijo, el profesor Moncayo decidió subir por su cuenta al cerro. Y lo hizo a finales de enero de 1998. Al llegar a la cumbre pudo ver el letrero de recibimiento: "Bienvenidos al infierno del maldito Patascoy". Dos días después regresó a su casa en Sandoná, Nariño, con algunas cosas de su hijo que encontró en el campo de batalla. "Cuando mi esposo me trajo la billetera de mi hijo, fue muy duro. Tengo toda su documentación, pero no lo tengo a él", dice entre lágrimas María Esperanza, madre del cabo Moncayo. Al igual que los Martínez, esta familia sólo volvió a tener noticia de Pablo Emilio en marzo de aquel año, cuando aparecieron las primeras pruebas de supervivencia.

Desde junio de 2000, después de tres años y medio de secuestro, la situación se hizo más penosa para estas dos familias. Ese mes, en La Macarena, Meta, recobraron la libertad 16 de los militares de Patascoy junto a otros 226 uniformados secuestrados en otras tomas. Por su rango de cabos, las Farc decidieron prolongar el cautiverio de Moncayo y Martínez. A partir de entonces se rompió la costumbre entre los secuestrados y las familias de intercambiar cartas, algo que hasta entonces era más o menos constante.

Los Martínez viven en una vereda del municipio de Ospina, Nariño. Son una familia de labriegos de ruana y sombrero que habitan una casa propia a medio construir. Cada año pagan 10.000 pesos por el servicio de agua. Son beneficiarios del acueducto campesino que ayudaron a levantar. A su casa se llega por una trocha veredal. Don José se levanta a las 6 de la mañana a trabajar, algunas veces labora en su propio cultivo, otros días jornalea en otros sembrados. Con dos jornadas, don José reúne los 20.000 pesos para una misa en favor de su hijo secuestrado.

Hace dos años un fuerte dolor en el estómago lo dejó doblado en el piso. Lo sobrellevó hasta que no aguantó más y tuvo que ir al hospital de Pasto. Le diagnosticaron cáncer y lo operaron inmediatamente. A pesar de todo, sólo tiene una queja: "diez años de secuestro ya es mucho, deberían soltar a nuestro hijo", dice mientras su esposa, Esperanza Estrada, sentada junto a él, mira en silencio hacia el piso.

Johan Steven es físicamente la misma estampa que su papá, el cabo Martínez. Está en tercero de primaria y desde cuando vio a sus compañeritos "con unos señores", pregunta insistentemente: "¿Por qué yo no tengo papá?". La primera vez se lo preguntó a su mamá y ella no pudo más que romper en llanto mientras trataba de explicarle qué era la guerrilla, qué es estar secuestrado y qué es el acuerdo humanitario. A veces llega de la escuela, se encierra y mete la cara en la almohada mientras gime y se hace la misma pregunta una y otra vez.

La madre del cabo Martínez asegura que cuando su hijo regrese, le preparará el cuy más grande. En la huerta de la casa tiene un tablado donde cría para el consumo familiar 30 de estos roedores, que asados o cocinados en salsa constituyen el plato típico de la zona y la comida preferida de Libio José. Cuando él regrese a la libertad se sorprenderá de saber que estos animales ahora se comercializan empacados al vacío en supermercados de cadena. Al cabo Moncayo, por el contrario, no le gustará la noticia porque nunca pudo tolerar ese animal como almuerzo.

A las 4 de la mañana un campero con altavoz recorre las calles adoquinadas de Sandoná invitando a todos los pobladores a rezar la novena de vigilia por la libertad de Pablo Emilio y todos los secuestrados del país. La madre del cabo ya está despierta a esa hora y escucha el altoparlante mientras llora en silencio. Asegura que desde hace 10 años el sueño se le dañó. La familia Moncayo ha sufrido de múltiples maneras su tragedia. En una época todos en la casa perdieron el apetito y las comidas se quedaban en las ollas hasta que se dañaban. El afán por saber algo de su hijo hizo que María Estela llevara un radio en el que escuchaba noticias día y noche. Esa fue su obsesión hasta que se le afectó el oído y tuvo que dejarlo. "Ahora trato de tranquilizarme tejiendo o leyendo, y mi esposo, caminando".

La casa de los Moncayo también está a medio construir. Por eso desde cuando se levanta, la mamá del cabo empieza a dar instrucciones a los obreros que le ayudan en su adecuación. "Siento que él ya va a regresar y quiero que encuentre todo bonito", dice con un brillo de ilusión en los ojos. Desde cuando el profesor Moncayo se echó a andar para pedir la libertad de Pablo Emilio, Laura Valentina -la menor de sus hijas, de 3 años- pide a medias palabras que la guerrilla libere a los soldados para que él deje de caminar y vuelva a la casa a jugar con ella. Las otras hermanas del cabo se deprimen continuamente, sobre todo en fechas especiales. Febrero es uno de esos momentos, pues la familia acostumbraba a hacer una reunión para celebrar en conjunto el cumpleaños de Pablo Emilio y de Nora Elena, otra de sus hermanas. "Desde hace 10 eso se acabó. Llorar frente al retrato de Pablo Emilio es lo único que podemos hacer", confiesa la madre del cabo.

Los Moncayo y los Martínez se reencontraron el pasado 20 de julio en Ibagué, Tolima. Allí los segundos se sumaron a la marcha que había iniciado desde Sandoná el profesor Moncayo. Juntos caminaron hacia Bogotá para pedirle al presidente Uribe que renunciara al rescate militar y despejara la zona pedida por la guerrilla para acordar el intercambio humanitario. Durante la marcha apareció un video que es la más reciente prueba de supervivencia de sus hijos. En el documento ambos militares se ven delgados y envejecidos. El primero de agosto los marchantes arribaron a Bogotá entre los aplausos de una multitud que se sumó a su clamor. Sin embargo, nada de eso sirvió para que la guerrilla y el gobierno revaluaran sus argumentos "inamovibles".

Luego de permanecer tres días en las carpas improvisadas en la Plaza de Bolívar, los Martínez tomaron una flota y regresaron a su casa, donde hoy oran la novena implorando el añorado milagro. El profesor Moncayo ahora camina hacia Caracas intentando una movilización que conjure el rompimiento de la mediación que Uribe le había confiado al presidente Chávez. Ambas familias han hecho de todo, lo posible y lo no imaginado, pero salvo 10 largos años de espera, nada ha pasado.



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