El narco-militarismo
El principal desafío que tiene la continuidad de la política de seguridad democrática es enfrentar la descomposición de sectores de las fuerzas militares y de policía.
Rafael Guarín
Hace 14 meses, en esta columna, denunciamos que “sectores de las fuerzas militares y de policía en Colombia no sólo son infiltrados por la delincuencia, sino que son la delincuencia misma”. Estábamos en lo cierto. El propio presidente Álvaro Uribe, al relevar de su cargo por negligencia a 27 oficiales y suboficiales aceptó que existe una confabulación orientada a aparentar que se combate a las bandas armadas del narcotráfico cuando en realidad se garantiza su operación.
Se trata de un espantoso triángulo criminal que conforman miembros de la fuerza pública, las Farc y grupos ilegales como los del “Loco Barrera”, “Cuchillo”, “Don Mario”, las Águilas Negras o la Organización Nueva Generación. Antiguos paramilitares son socios de cuadrillas guerrilleras dedicadas por completo al narcotráfico. Hay una distribución del trabajo: unos prestan seguridad a los cultivos de coca y a los laboratorios, mientras otros se encargan de las rutas de exportación del alcaloide. Por esa vía, la protección que militares y policías corruptos otorgan a las bandas criminales termina extendiéndose a las Farc. ¡Inadmisible!
En el caso de Ocaña hay muchas contradicciones, mentiras, tergiversaciones y asuntos sin aclarar. Hubiera sido sano esperar el resultado de las investigaciones judiciales para no desconocer la presunción de inocencia. Aún así, el reconocimiento que hace el gobierno es suficiente para afirmar que el principal desafío que tiene la continuidad de la política de seguridad democrática es enfrentar la descomposición de sectores de las fuerzas militares y de policía.
Las denuncias no son nuevas, lo nuevo es la severidad con la cual actuó el gobierno. Una fuerte reacción ante graves irregularidades debió darse mucho antes. En otro artículo de 2006, ante la evidente infiltración de carteles de la droga, pedíamos que se revisaran “los mecanismos de seguimiento y control en el seno del Ejército e iniciara una purga integral que no debe quedarse solamente en titulares de prensa que afecten a generales y coroneles”. La propia Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos desde 2004 alertó sobre la muerte de civiles a manos de miembros de la fuerza pública, sin embargo tan solo hasta el año pasado el Ministerio de Defensa tomó cartas en el asunto.
Es factible que en la reacción del gobierno haya cierto tufillo de “efecto Obama”. En un momento en que se perfila para suceder a George W. Bush, que los demócratas critican las violaciones a los derechos humanos y mantienen en suspenso la aprobación del Tratado de Libre Comercio con Colombia, resultaba nefasto quedarse con los brazos cruzados.
Pero no son suficientes las destituciones, ni la renuncia del general Mario Montoya, comandante del ejército, tampoco la retórica gubernamental de “eficacia con transparencia”. Ante la comunidad internacional se necesita mucho más que movimientos audaces, espectáculos mediáticos, directivas ministeriales o discursos. El gobierno tiene que ser consciente que acaba de explotar en su cara un tema que puede dar al traste con los esfuerzos de los últimos diez años y que le cae de perlas a la estrategia de las Farc.
El narco-militarismo golpea la legitimidad de la seguridad democrática y puede colapsarla. La guerrilla tiene por lo menos tres cartas: apuesta a la vía electoral para lograr un giro político que implique su desmonte, aspira a que un gobierno demócrata presione a Uribe para que caiga en la trampa de negociar con las Farc y busca agotar la capacidad de las fuerzas militares cercenando su fuente de recursos. Ésta es la mejor oportunidad para hacerlo. Al fin y al cabo, si usted fuera congresista estadounidense se cuestionaría sobre el destino de los impuestos que pagan los ciudadanos. No es posible que a través del Plan Colombia se financien unidades militares convertidas en brazos armados de la mafia y en cómplices de grupos calificados como terroristas por el Departamento de Estado.
La campaña por la eliminación de la ayuda militar a Colombia toma un nuevo impulso. Hace unos días Amnistía Internacional pidió que se retirara ese apoyo. A eso se suma la izquierda internacional que aún cree que las Farc no son una organización terrorista y que sus demandas son legítimas. La paradoja es que el principal empujón lo ha recibido del Ejército a través de una minoría de militares corruptos.
Una nueva visión más integral del Plan Colombia es necesaria. Es conveniente que los demócratas eleven las exigencias en materia de respeto a los derechos humanos sin caer en el error de su desmonte. Hacerlo sería dar una victoria decisiva al cartel de las Farc y a las bandas criminales de la mafia, verdugos no sólo de Colombia sino de la sociedad norteamericana.
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sábado, 15 de noviembre de 2008
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